27 de febrero de 2015

El triunfo del tanatorio


Como de momento todo el mundo termina por morirse, las empresas funerarias tienen asegurado el mercado, y su facturación no depende de tasa sociodemográfica alguna, a excepción del tamaño de la población y de la renta disponible de las familias.

Planteada así, la demanda de servicios funerarios es continua e inevitable; otra cosa es hacer que el negocio resulte lo más rentable posible. El análisis del sector en los últimos años muestra que, en España, la estrategia empresarial ha sabido aprovechar con bastante eficacia esta excelente situación de partida. Si a la gente se le mueren los parientes, hagamos que la gente pague un precio interesante por ello; no siempre es tarea fácil, pero parece haberse conseguido en buena parte.

Según un artículo aparecido en el suplemento “Negocios” del diario El País del pasado 26 de octubre, “España tiene la red de instalaciones mortuorias más amplia de Europa, y posiblemente una de las más modernas. El número de tanatorios, próximo a los 1.000, dobla y en algunos casos hasta triplica el de otros países europeos”, con el resultado, continúa el artículo, de que prácticamente no hay ayuntamiento de más de 10.000 habitantes que no disponga de uno.

Aunque entre 1990 y 2008 el sector estuvo muy atomizado, con cientos de pequeñas firmas independientes, en años recientes hubo un proceso de concentración empresarial, en el que las grandes compañías fueron absorbiendo a las pequeñas, incapaces de sostenerse en el marco de la recesión económica. Porque, si bien es verdad que el número de defunciones anuales en España ha ido aumentando -muy levemente- en los últimos 25 años (en 1990 fallecieron 333.142 personas, y en 2013 fallecieron 389.699, según el INE), no había suficientes cadáveres para repartirse entre tantos enterradores.

Ahora la muerte la gestionan muchas menos compañías, las cuales expresan sus quejas debido a que -según el mencionado artículo- han bajado los ingresos por sepelio, debido a una mayor austeridad de los deudos, inducida por la crisis, y a la siempre insensible voracidad fiscal, que en 2012 hizo subir el IVA desde el 8 % hasta el 21 % para esta clase de actividades. En cualquier caso, el dato que se recoge en El País es que el precio por servicio se sitúa entre los 2.800 y los 3.200 euros, y que la facturación del conjunto del sector es de unos 1.300 millones anuales.

 
Pero, al margen de esta dinámica empresarial y comercial, lo que me llama poderosamente la atención es de qué manera la exitosa introducción de la figura del tanatorio ha logrado inducir un cambio tan acusado y relativamente rápido en las modas y los usos funerarios de la sociedad actual con respecto a los que había no hace más de treinta o cuarenta años. Arqueólogos y antropólogos saben que uno de los rasgos culturales que más lentamente evolucionan es el de las prácticas funerarias. Las sociedades se resisten a modificar los patrones de comportamiento y acción en relación con el fallecimiento de los miembros de su familia y su comunidad. Sin embargo, en los últimos años, tal resistencia se ha desvanecido, y ha surgido, y se ha asentado, un nuevo patrón.

4 de febrero de 2015

La hipótesis de Ruddiman: pandemias y CO2


Gracias a un número atrasado de la revista Investigación y Ciencia (mayo de 2005) que cayó ocasionalmente en mis manos hace unos días, pude leer un artículo que me llamó mucho la atención, pues exponía una hipótesis de largo alcance que yo desconocía por completo. El artículo, “Calentamiento antropogénico preindustrial”, fue escrito por William F. Ruddiman, a la sazón geólogo marino y profesor emérito de ciencias ambientales de la Universidad de Virginia (EE UU).

En esencia, su hipótesis señala que desde el inicio y posterior consolidación de la agricultura hace unos 11.000 años, las actividades agrícolas humanas implicaron una progresiva deforestación para ganar terrenos para el cultivo de cereal, así como la inundación de grandes extensiones para el cultivo de arroz. Ello habría ocasionado, respectivamente, un aumento de la cantidad de CO2 y de metano en la atmósfera, provocando un efecto invernadero y un calentamiento global.

Este “calentamiento antropogénico preindustrial”, lejos de haber sido perjudicial, habría contribuido a detener o paliar una natural tendencia al enfriamiento de nuestro planeta, enfriamiento que hubiera podido sumirlo en una mini-era glacial. Ruddiman explica que durante la época en que se producía este calentamiento por las actividades agrícolas, los ciclos orbitales de la Tierra estaban impulsando simultáneamente una tendencia natural al enfriamiento. De no haber sido por el calentamiento agrícola, la temperatura media de nuestro mundo estaría ahora 2 ºC por debajo; esto, que parece poca cosa, significa en realidad mucho frío (durante el máximo enfriamiento de la última glaciación, hace unos 20.000 años, la temperatura media de la Tierra sólo era 5,5 º C inferior a la actual).